Aquellas mañanas de primavera se hicieron más llevaderas sabiendo que ella estaba aquí. Con cierta inquietud pensaba en la dependencia que tenía cuando me levantaba y veía sus mensajes, sin darme cuenta estaba de camino a la universidad, sin esfuerzo ni cansancio.
Volví a los días más queridos de mi infancia, en los cuales esperaba con anhelo el timbre que precedía al patio, para salir corriendo y jugar a las canicas. Ella era ese sentimiento, esa mirada inquieta al reloj antes de que sonara la campana, ese sentimiento de felicidad y esa tristeza cuando otra vez tenía que volver a clase con mis compañeros.
Me miraba en el espejo como el niño que un día fui, vulnerable y dependiente de algo que no sabía muy bien que era, pero tampoco me importaba porque sin darme cuenta los días pasaban y era feliz. A mi juicio el mundo antes de ella iba demasiado rápido. Llegó, me revolucionó y tuve que bajar de marcha para darme cuenta de que hay sensaciones que están hechas para vivirlas despacio.
Le cogía de la mano por la calle, a veces no hacía falta hablar y eso era lo mejor. El calor de la ciudad nos arropaba, mientras paseábamos eramos complices de numerosas situaciones, y eso me hacía sentir vivo, excitado y único.
Una vez en una de nuestras tardes de viernes me soltó la mano se paró y me dijo:
- No creo que esto sea para siempre, pero yo lo llevaré siempre conmigo de una manera u otra.
No se muy bien lo que significaban aquellas palabras y yo no dije nada. Nos miramos durante unos segundos y luego me di cuenta de que era lo mejor que me podría haber dicho.
Miré a sus ojos y vi reflejados en ellos mi mirada tranquila, esperanzadora, con un atisbo de ingenuidad, como la del niño que un día fui; y la besé.


No hay comentarios:
Publicar un comentario