Libertad

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domingo, 10 de abril de 2016

Como el niño que un día fui

Aquellas mañanas de primavera se hicieron más llevaderas sabiendo que ella estaba aquí. Con cierta inquietud pensaba en la dependencia que tenía cuando me levantaba y veía sus mensajes, sin darme cuenta estaba de camino a la universidad, sin esfuerzo ni cansancio.


Volví a los días más queridos de mi infancia, en los cuales esperaba con anhelo el timbre que precedía al patio, para salir corriendo y jugar a las canicas. Ella era ese sentimiento, esa mirada inquieta al reloj antes de que sonara la campana, ese sentimiento de felicidad y esa tristeza cuando otra vez tenía que volver a clase con mis compañeros.
Me miraba en el espejo como el niño que un día fui, vulnerable y dependiente de algo que no sabía muy bien que era, pero tampoco me importaba porque sin darme cuenta los días pasaban y era feliz. A mi juicio el mundo antes de ella iba demasiado rápido. Llegó, me revolucionó y tuve que bajar de marcha para darme cuenta de que hay sensaciones que están hechas para vivirlas despacio.
Le cogía de la mano por la calle, a veces no hacía falta hablar y eso era lo mejor. El calor de la ciudad nos arropaba, mientras paseábamos eramos complices de numerosas situaciones, y eso me hacía sentir vivo, excitado y único.


Una vez en una de nuestras tardes de viernes me soltó la mano se paró y me dijo:
- No creo que esto sea para siempre, pero yo lo llevaré siempre conmigo de una manera u otra.
No se muy bien lo que significaban aquellas palabras y yo no dije nada. Nos miramos durante unos segundos y luego me di cuenta de que era lo mejor que me podría haber dicho.
Miré a sus ojos y vi reflejados en ellos mi mirada tranquila, esperanzadora, con un atisbo de ingenuidad, como la del niño que un día fui; y la besé.

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