La luna, con su tono amarillo de Nápoles, lucía en el cielo muy cerca de desaparecer.
Mientras caminaba, podía notar como el pulso acelerado latía en sus oídos. Se sorprendió a si mismo por su propia determinación, pues estaba deseando irse de aquel lugar, dar la vuelta y echar a correr.
La casa, al fondo, parecía haber salido de alguna pesadilla; las hojas de los árboles, se enarbolaban con el viento, y la tierra que pisaba, yerma, crepitaba sórdamente a su paso.
Cuando estuvo a la altura de la puerta, y antes de entrar en aquella casa de pesadillas de cuento, se giró para echar un vistazo al camino recorrido.
Suspiró, y finalmente, abrió la puerta.
Suspiró, y finalmente, abrió la puerta.
Un ejército de sombras temblequeaba en las paredes: había una vela encendida en el vestíbulo -aquí hay alguien-, pensó.
Paralizado, decidió no hacer ruido, y tras esperar unos segundos, que se sintieron minutos como poco, decidió dar un paso y luego otro. Cuando se acercó a la vela, un olor a cera inundó su olfato y para alegría o consternación pudo ver como ésta llevaba encendida bastante tiempo, pues sobre la base de la palmatoria corría derretida.
Asió la palmatoria y caminó hacia las escaleras. Sólo había estado en aquella casa una vez, pero el recuerdo se había grabado en su mente como una marca de fuego en el lomo de un libro -los recuerdos son caprichosos-.
El piso de arriba parecía haber salido de un huracán, todo estaba tirado en el suelo, allí no quedaba nada ni nadie. Por si acaso y con vehemencia, recorrió las habitaciones tratando de no pisar los libros, las astillas desprendidas de los muebles, y los cristales rotos.
Se llevó la mano al bolsillo y sacó un cigarrillo Benson. Mientras fumaba sentado en la cornisa interior del ventanal roto, pudo ver como poco a poco la oscuridad se cernía sobre el paisaje al paso el cual la luna se hundía en el cuadro que contemplaba.
Y no pudo evitar pensar en la similitud metafórica que había con su propio destino.

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